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MENSAJE PARA MARTINA


Relat per a adults...                






La oscuridad de la noche había envuelto de descanso y quietud a la ciudad.  Con las primeras luces del alba, se rompía el incansable ciclo para dar paso a la mañana, que entraba gloriosa, dando la bienvenida con numerosos sonidos urbanos y los reconfortables colores que ofrece el amanecer.
Los viejos olmos henchidos de distinción, engalanaban la ciudad con su atuendo agreste. Una tropa de gorriones acomodados en las resignadas ramas, gorgoteaban con entusiasmo sus primeras impresiones matutinas provocando con sus dinámicos movimientos que las hojas se unieran a ellos en una delicada sinfonía, anuncio del recién estrenado día.      
Ella contemplaba el espectáculo mientras se quitaba su uniforme en el vestuario. Cerró su taquilla y se dispuso a regresar a su casa.
Comenzaba a acercarse sigilosamente el invierno. La temperatura cálida y aséptica del hospital impedía constatar la verdadera vida más allá de las blancas paredes del centro sanitario. Se tapó la boca con su bufanda en un acto inconsciente del que no supo discernir si se trataba por el frío de la mañana o por el instinto consabido de protegerse las vías de contacto con los pacientes.
Miró el cielo, anunciaba tormenta. Se apresuró a buscar su vehículo que estaba aparcado donde siempre. Hoy, tenía especial deseo de volver pronto a casa.
Martina concluía su nocturna jornada laboral. Esta noche había trabajado en la tercera planta destinada a los casos de urgencias, accidentes o enfermos que acusaban una gravedad en su patología.
La veteranía que le otorgaba la experiencia y la observación a través de los años había hecho que se percatase que durante la noche, los fantasmas de la angustia y la inquietud arraigan con más ímpetu en el alma, el dolor cobra más fuerza y por tanto un importante agravio en el ánimo de los pacientes.
Nadie se podía hacer una idea del considerable esfuerzo que le suponía lidiar contra el sueño. Antes de trabajar en este turno había escuchado un sinfín de comentarios respecto a ese horario y todos le parecían verdaderas quimeras, leyendas sin fundamento, pero con el tiempo pudo comprobar que ciertamente era duro, muy duro.
Después de doce horas seguidas de trabajo sin tregua tenía todo el cuerpo entumecido de cansancio pero también de sobrecogimiento, pues Martina, había vivido una de las experiencias más turbadoras de su vida y que le dejarían una huella difícil de borrar.
Abrió el coche y en un gesto de hastío lanzó su bolso en el asiento del copiloto. Jamás lo llevaba cerrado, así que al voltearlo sin miramiento se le desparramaron varías cosas; el móvil, una pequeña agenda, un bolígrafo y el objeto que una paciente le había regalado unos momentos antes de morir.
Sabía por intuición y consejo de sus compañeras que no era bueno implicarse emocionalmente, no debía cruzar esa peligrosa línea, pues no dejaban de ser trabajadoras y aunque la labor supusiera atender a pacientes que las necesitaban, también ellas debían protegerse. Pero desde que era madre de dos pequeños, su visión de la vida había cambiado notablemente. Se sentía ciertamente, más sensible al dolor ajeno.
Apartó los ojos del objeto. Necesitaba regresar, descansar, estar con quienes eran el motivo de tanta lucha, de tantos sacrificios y quebraderos de cabeza; sus pequeños. Volvió a meter todos los objetos en el bolso y emprendió la marcha hacia su hogar.
            Eran las siete y media de la mañana. El trayecto del hospital a casa no era muy largo. En pocos minutos llegaría con el tiempo justo de tomar una infusión y levantar a sus hijos para llevarlos a la escuela. Su marido ya estaría preparado para marcharse a trabajar.
            Premonitoriamente supo que le costaría caer en los brazos de Morfeo como tantas otras veces al acostarse, en el momento en que todo el mundo se levanta.
            No hizo falta que sacara la llave. Carlos, ya estaba en la puerta esperándola. No es que fuera una hora demasiado intempestiva pero solía esperarla inquieto hasta su regreso. Le dolía en el fondo de su corazón que su mujer tuviera que trabajar a esas horas, pero no había solución posible. El horario; él de mañana y ella de noche era indiscutiblemente lo más factible para combinarse y que sus hijos estuvieran atendidos y amparados por ellos, sus padres.
Al verse se abrazaron. Martina sintió que le reconfortaba aquel calor. Durante las horas en el trabajo no solo asistía físicamente a sus pacientes sino que también les ofrecía consuelo y ánimos en tan dura guisa como es batallar con una enfermedad. Ahora ella recibía también un bálsamo para su alma.
       Era terrible tener que ocultar siempre las emociones para no herir a sus seres queridos. Muy a menudo tenía que vivir situaciones desagradables que por no hacer sufrir a su alrededor dominaba y callaba para sus adentros. Esa sensación era continua debido a su profesión, así que todo aquel alud de sentimientos los guardaba en el baúl que tienen las enfermeras recóndito en su corazón y que una vez salen del hospital cierran con llave para que no intervenga en sus vidas cotidianas.
       
Desde que por necesidades laborales tuvieran que emigrar, Martina añoraba el afecto de sus padres a quienes adoraba y tenía tan lejos. Ahora, solo tenía el cariño de su marido. Carlos llegaba prácticamente a la hora de dar la cena a los niños, casi cuando Martina se marchaba al hospital.
¡Si al menos tuvieran un momento para conversar! ¡Tenían tantas cosas que contarse!  Pero el tiempo apremiaba y se despidieron con un beso. De todas maneras, esta atropellada agenda por fortuna solo acontecía cada tres días, así que esta noche, no tenía que despedirse de nuevo de Carlos y podrían dormir juntos.
            Al sonido de cerrarse la puerta, la casa volvió a quedar en silencio. Martina contaba con apenas treinta años recién cumplidos y aunque menuda, su talle era esbelto y bien parecido en su totalidad. Sus cabellos tenían la misma tonalidad que sus ojos, del color de las avellanas. Se movía con desparpajo y su buen talante conseguía conquistar hasta el más áspero de los vecinos.
            En el pueblecito donde habían encontrado vivienda y trabajo era pequeño pero muy acogedor. Su gente los había aceptado con agrado por ser una pareja joven y con familia. De eso ya hacía tiempo, cuando su pequeña Isabel solo contaba con dos años de edad y aún no tenía hermano. Después de prepararse la tisana subió las escaleras de su casa hacia las habitaciones. Miró unos segundos por la ventana del descanso de la escalera, siempre se detenía en ese rincón para mirar las montañas. Oteaba a lo lejos, como anhelando una respuesta, una ayuda.
            Pero un olor dulzón la llamaba y la invitaba a la paz, al descanso.
            En la penumbra de la calma, respiraciones pausadas y tranquilas se escuchaban al entrar en la habitación. Isabel, siempre destapada, se la veía dormir plácida y feliz. Manuel en cambio, más chiquitín que su hermana, se había convertido en un canalón y se adivinaba el lugar donde se encontraba por el bultito menudo en una esquina de la cama, empotrada en la pared.
            Dejó la taza en la mesita y se acostó junto a su pequeña. Al acariciarle el pelo, la enfermera cerró los ojos. No había nada en este mundo con más valor que esos dos cuerpecitos a los que tanto amaba. De poco estuvo que se quedara dormida junto a sus hijos pero logró despejarse y los levantó.
            - ¡Buenos días pequeñajos! – Les dijo mientras levantaba con cuidado las persianas de la habitación para que aquellos soñolientos ojitos no se traumatizaran con el cambio de la sombra a la luz.
            Minutos antes hubiera estallado a llorar de rabia e impotencia pero ahora todo lo que suponía una contrariedad, se lo echaba a la espalda y como tocada por un extraño encantamiento se le dibujó una sonrisa en los labios al contemplar la gran obra que su marido y ella habían traído al mundo.
       La hora del desayuno siempre se convertía en una jungla de risas e historias inventadas por Martina. Cada uno con su bol de cereales celebraba cada mañana el reencuentro mágico con su mamá.
       El camino hacia las escuelas era muy agradable para Martina, que le encantaba pasear. Una hermosa alameda la conducía a los dos centros educativos que estaban a las afueras del pueblo. La enfermera siempre dejaba primero a su chiquitín en la guardería, lo hacía siempre en este orden para poder conversar en privado con su hija.             Martina sabía que su pequeña entendía que le profesara más ayudas a su hermano por ser menor que ella pero era consciente que Isabel no podía evitar sentirse algo celosa. Con este acto, lograba que su niña se sintiera única y especial.
       - ¿Que tal fue anoche a la hora de la cena? ¿Se comió Manuel todo el plato que le puso papá?
       Isabel adoraba a su hermanito pero la oportunidad que le brindaba su madre de ser su confidente en ese ratito, le otorgaba una situación inmejorable para sin acusar directamente a su competidor, anunciar las cuantiosas cualidades que ella poseía.
       - Si, pero… ¿sabes mamá? cuando acabamos de cenar yo ayudé a papá a recoger mi plato, el pan y mi servilleta. – Notificó la niña-.
       - ¡Fantástico Isabel! No sabes lo contenta que me haces. Papá tiene una gran ayuda contigo. Y.. ¿Sabes?, cuando llego al trabajo cuento orgullosa como ayudas en casa. Evidentemente, estas palabras llenaban de júbilo a la pequeña y sin lugar a dudas eran un estímulo más que necesario para que Isabel tuviera un feliz día de escuela. A punto de entrar en la clase, se abrazaron fuertemente. En ese instante, la niña le hubiera gritado que la echaba muchísimo de menos durante todo el día pero a su corta edad sabía que no era voluntad de su progenitora. Lo que no sospechaba Isabel era que su madre ya había leído en sus ojos esa demanda que se le clavaba en el corazón.      La besó dulcemente y regresó para casa.
            Cuando le tocaba trabajar de noche tenía la costumbre de acostarse en las camas de sus hijos que se encontraban pegadas la una a la otra. Desechas y con el olor tan familiar de sus propias entrañas, se recostó. Quizás nadie comprendería el porqué de aquel acto pero allí le costaba menos adentrarse en un descanso tan merecido.
En la mesita había dejado el amuleto que le había regalado aquella mujer   hacía solo unas horas. Se tumbó y lo cogió entre las manos. Era un collar de cuero en el que pendía una pequeña bolsita hecha de piel que según la paciente, se regala a las niñas al nacer. Estas deben llevarlo siempre consigo con el fin de que les proteja       – Le había dicho la dueña del collar-. Dentro de la misma, había una mezcla de hierbas, aceites, pelos y piedras que Martina no lograba distinguir pero que albergaba puro sentimiento tribal. Lo apretó contra su pecho y recordó la primera vez que vio a Bintou.
Estaba dormida o parecía estarlo cuando se le acercó sigilosamente para no asustarla. Ella abrió unos inmensos ojos donde estaba sumergido todo el dolor del mundo. Cuando la mujer se percató de la presencia de la enfermera le retiró rápidamente la mirada, lo cual la fastidió un poco. No era la primera vez que le ocurría con una mujer subsahariana, así que no le dio más importancia.
Era una mujer de color, procedente de Gambia. Parecía mayor que Martina pero poco se sabía de ella, salvo que llevaba escaso tiempo en la península, quizás menos de un año. El día que llegó pidiendo atención médica al hospital, no reparó demasiado en ella. Era casi de noche, justo la hora en la que Martina empezaba a trabajar. Ella y una compañera de trabajo pasaron por la sala de admisiones para ir al vestuario y la miró de soslayo. Se encontraba en la sala de espera, sentada y mirando al suelo. Su vestimenta, como la de todas las mujeres de esa zona de África era de colores muy vistosos a conjunto con un pañuelo atado en forma de turbante a la cabeza.
- Lleva como dos o tres horas ahí sentada. En el mostrador de información,  Cristina le comentó que debía esperar hasta su turno. Ha venido sola. – Se limitó a informar Raquel, su compañera-.
No era precisamente un caso aislado. En muchas ocasiones, las trabajadoras sanitarias veían casos parecidos como el de aquella mujer. Todas coincidían en lo terrible y desgarrador que es comprobar cómo algunas personas sobrellevaban una enfermedad solas y sin el apoyo de nadie. Llevada por la compasión de ver a alguien en aquellas circunstancias, Martina ya cambiada con su indumentaria de trabajo, se acercó al mostrador para interesarse sobre lo que había solicitado aquella mujer. Cristina le informó que se trataba de una persona que solo contaba con las ayudas de los asistentes sociales y que tenía una orden de expulsión, es decir, vivía en situación irregular en el país.
Volvió a la sala de espera y se asomó. Precisamente en ese mismo instante la llamaban para ser atendida. Martina observó cómo se levantaba al escuchar su nombre. Aunque no tenía buen aspecto, su talante era elegante, digno y respetable. Tenía una considerable altura y al pasar por su lado, la sanitaria se sintió insignificante. No sabía muy bien porque pero aquella mujer trasmitía algo especial. La enfermera vio como la paciente se alejaba y entonces regresó hacia la planta donde le esperaba su jornada de trabajo olvidándose de aquella situación.
- ¡Hola Martina! ¡Qué alegría verte por aquí! – Le dijo su compañera al verla-.
- ¡No te quejarás, eh! Nunca te hago salir más tarde de tu hora. – Dijo Martina guiñándole un ojo-.
- ¡Cierto, muy cierto! – Alegó esta levantándose de su silla y desabrochándose la bata sin perder un minuto de tiempo-.  Aquí te dejo las fichas y el historial de los nuevos ingresos-. ¡Que tengas una buena noche! – Se despidió de su compañera pellizcándole la mejilla, acto que pilló desprovista a Martina-.
- ¡Gracias! – Le contestó cogiéndole las historias clínicas-.
Se sentó unos minutos en el mostrador para ponerse al día y revisar la carpeta donde contenía las fichas de los pacientes con todo lo que debía saber de cada uno de ellos. Una vez revisada se dispuso a hacer las visitas a las habitaciones, administrar la medicación correspondiente, aplicar curas, colocar vías de todo tipo y tomar constantes vitales entre otros menesteres propios de su vocación.
Poco a poco el murmullo que habitualmente había en los pasillos de las plantas del hospital debido a la afluencia de visitantes, familiares y amigos se reducía considerablemente en el turno en el que trabajaba Martina. Era algo que agradecía del turno de noche puesto que cuando trabajaba durante el día era algo que le costaba mucho de tolerar. Los  seres queridos que se quedaban a dormir en el hospital, en su mayoría, solían ser personas respetuosas y lejos de competir con el mundo sanitario realizaban una ayuda que solo ellos podían dar; acompañamiento y consuelo.
- ¡Buenas noches, señor Dionisio! ¿Cómo se encuentra hoy? - Preguntó Martina a un señor de avanzada edad que estaba haciendo compañía a su esposa-.
- Bien, bien. -Decía el hombre riendo, sin entender del todo lo que le había preguntado la enfermera-.
 El anciano y su mujer estaban algo sordos pero a diferencia de ésta, él no consintió jamás que le pusieran uno de aquellos aparatos del demonio en la oreja como llevaba su mujer, total, si ya lo llevaba ella, era suficiente. Martina, que evidentemente estaba al tanto de la sordera del señor Dionisio gesticulaba con exageración ya que tampoco era cuestión de ponerse a gritar en un hospital, mucho menos a esas horas.
La compañera de habitación de la anciana era más joven y estaba dormida. Martina echó un vistazo a los medicamentos y al suero que le administraban por vía intravenosa y salió sigilosa de la habitación. Ya en la puerta, le dijo adiós al señor Dionisio con la mano, lo hizo exageradamente, como en las películas antiguas en las que familiares se despiden con un pañuelo a aquellos que subían a bordo de los     navíos. A la esposa,  le dedicó una cómplice y divertida sonrisa y siguió con su itinerario.
En la habitación 317 había un poco más de movimiento, habían certificado el fallecimiento de una señora, también de avanzada edad, víctima de la gripe, que este año se estaba cebando especialmente con los ancianos. En ese momento entraron las auxiliares para preparar la cama. El hospital no daba abasto con los ingresos y tal cual quedaba una cama libre, enseguida quedaba ocupada de nuevo. Una vez terminaron de arreglarlo todo, el celador trajo en una silla de ruedas al nuevo ingreso.
Martina se sorprendió al ver que la nueva paciente era aquella mujer de color que esperaba sola, hacía tan solo una hora y media en la sala de espera.
Tras el reconocimiento del médico de urgencias y con la confirmación de unas radiografías le habían diagnosticado una neumonía que se encontraba muy avanzada. También le solicitaron una analítica y tras los resultados, Bintou quedó ingresada. ¡Bintou, claro!, su nombre estaba escrito en la carpeta con los nuevos ingresos que le había pasado su compañera del turno de tarde.
           
            Pasaron unos días desde que Bintou ingresó en el hospital. Debido al frágil estado en el que se encontraba, la neumonía había conseguido hacerse con el control y destruir poco a poco un cuerpo ya castigado, pues esta dolencia pulmonar solo era un detonante más de una terrible enfermedad que ya llevaba consigo en su exodito viaje de África.
A todo el personal sanitario le conmovió desde el principio  lo poco interesada que se mostraba en su apenas visible recuperación. No alcanzaban a entender el porqué de esa resignación en una mujer joven.
Bintou tenía el color de la madera del ébano. Su ancha pero proporcionada nariz recordaba a las leonas y sus labios tenían la forma de un corazón carnoso. Sus ojos mostraban el cansancio del pulso incesante con la muerte. Era la mirada de una mujer que saturada por la lucha, buscaba la paz. Un alivio a una vida sin tregua.
            La subsahariana siempre estaba sola, nunca recibía visitas de nadie. Era un destierro infinito.
Cuando Martina se disponía a examinar a Bintou le tocaba el hombro en señal de respeto para dirigirse a ella. Estar al corriente de que no hacía demasiado tiempo que había llegado de África exigía mantener algunas pautas. Sabía que aunque más adelante fluiría más comunicación, debía respetar ciertos patrones de conducta y uno de ellos era intentar que no se sintiera intimidada. Bintou observaba toda aquella ceremonia de la auscultación, preparado de medicamentos y observación de las constantes vitales como si no fuera con ella. Se dejaba manipular, pero no era difícil comprobar que no estaba de acuerdo, se sentía  incómoda.
Lo que menos le agradaba era cuando llegaba la auxiliar que acompañaba a Martina para ayudarla a asearse y cambiarle las sábanas. Entonces con una mirada incisiva le arrebataba la esponja y de mala gana procedía a lavarse. Pero las sanitarias se mostraban comprensivas e inalterables con sus cuidados.
Así pasaron los siete primeros días, sin comunicación ninguna. Tampoco le exigían conversación o acercamiento, si ella no lo quería.
En cambio y a través del contacto, algo que Bintou tuvo que aprender a tolerar, fueron comunicándose quizás más intensamente de lo que pueden hacerlo las palabras. Poco a poco, la paciente empezó a dirigirse tímidamente con frases escuetas  con el personal médico y sanitario.
            Bintou era una mujer muy sufrida, solo pedía ayuda cuando realmente lo necesitaba de veras. Tenía un fuerte carácter pero era prudente y controlaba el dolor de un modo que Martina no lo había visto en nadie. Así pues, cuando la mujer de ébano tocaba el timbre, el personal del centro sanitario se apresuraba a comprobar que le sucedía, pues era evidente que no se trataba de ninguna chanza.
            Con el paso de los días, Martina logró tener una buena empatía con ella, era a la única a quien Bintou miraba directamente a los ojos, aunque fuera en un breve espacio de tiempo.
            A los cuarenta días aproximadamente de su ingreso, Martina se dispuso a entrar a la habitación 317 donde se encontraba Bintou para tomar datos de su estado. La compañera a la que relevaba de su turno le comunicó dándole la carpeta con el informe, que la paciente, lejos de no presentar mejoría alguna, su situación había pasado a ser crítica.
            Martina alzó los ojos. Lo que en los próximos días acontecería ya lo conocía de sobras pero siempre le causaba un desgarro en el alma. Antes de entrar en la habitación leyó el informe:  
Disnea con dolor torácico pleurítico. Velocidad de respiración elevada, presión sanguínea baja, ritmo cardíaco elevado, baja saturación de oxígeno (……………). A más a más de lo que ya presentaba en los días anteriores. Cerró la carpeta. Dirigió su mano hacia el pomo de la puerta con el fin de abrirla pero la misma compañera se le adelantó advirtiéndole de que tampoco había comido nada en todo el día pues los alimentos sólidos ya no los toleraba y habían recurrido a la alimentación intravenosa. La enfermera asintió con la cabeza y ya con todo lo que debía saber, entró en la habitación.
            Un escalofrío recorrió el cuerpo de la enfermera al encontrarse directamente con aquellos ojos que hasta ese mismo instante, habían mostrado indiferencia a cualquier tipo de acercamiento que no fuera efímero y que ahora la requerían casi implorantes.
Hola Bintou!, ¿Cómo te encuentras hoy? – Dijo la enfermera, casi arrepintiéndose de la pregunta, ya que era más que evidente su estado-.
Haciendo un sobreesfuerzo, primero por su débil estado y después por hacerse entender en un idioma al que hacía relativamente poco que conocía, le pidió a Martina que escuchara algo que le tenía que contar.
En la cultura de la que provenía la mujer de ébano no era frecuente hablar de la muerte antes de que ésta sucediera pero Bintou sentía que ese momento se acercaba y Martina le pareció la persona indicada para pedirle algo muy importante, antes de partir para siempre.
La fiebre era alta e iba acompañada por unos desagradables escalofríos que martirizaban a la débil paciente. No obstante, se interpuso ante todas sus aflicciones y dijo:
- Me llamo Bintou. Nací cerca Banjul y pertenezco al clan de los mandingas.  
Martina estaba a punto de pedirle por su bien que intentara no fatigarse en exceso pero la paciente le pidió con la mano que le dejara hablar.
- Sé que me voy a morir. Estoy sola y nadie de mi familia podrá despedirme cuando me vaya al otro mundo. Pero tú, si puedes hacerlo.
            A la enfermera se le heló la sangre. La entereza de aquella mujer le parecía admirable. Martina, que ya había vivido aquella situación, sabía que no podía engañar a una persona que sentía que la vida se le apagaba. Pero también sabía que había algo peor que la propia muerte; la soledad en esos momentos. Quizás por eso, le conmovió especialmente aquella mujer. Optó por el silencio y con este, a Bintou le empezaron a brotar las palabras que le salían directamente del alma.
            - En estos momentos solo pienso en mis hijos. Ellos no saben nada de mí desde hace tiempo, pero necesito que les hagas llegar mi “Libro de Memorias”.
            Martina había oído hablar de tal libro que para los africanos, bueno, quizás más para las africanas, era de una trascendental importancia, como un testamento de sus vidas, de sus costumbres y recuerdos.
            Bintou empezó a contar para qué utilizaban este libro de memorias:
- Nada más nacer, los niños se convierten en el futuro del clan por lo que es importante que lo conozcan, saber de dónde vienen sus padres. Así,  aprenden aspectos de la vida de su tribu, de la religión a la que pertenecen, sus tradiciones… todo está reflejado en el Libro de memorias.
            Hasta hace muy poco los conocimientos e historias de nuestra gente solo se transmitían a través de la tradición oral pero desde que el Mal azota cruelmente a nuestra tierra, hace que muchos niños queden huérfanos y con esto, que no sepan cuáles son sus orígenes, sus familias. Por eso se empezó a utilizar el Libro de memorias.
            Y diciendo esto señaló el armario donde se encontraban sus escasas pertenencias. Martina se dirigió hacia el guardarropa destinado a sus efectos personales. La sanitaria sabía perfectamente a qué se refería la paciente cuando hablaba del Mal que sufría su gente pues era el mismo que ahora acababa con su vida; el VIH.
Cogió una gran libreta y se la entregó a Bintou. Pero ésta movió la cabeza con dificultad de un lado a otro. Respiró hondo y volvió a mirarla fijamente.
            - ¡Escribe! – Le ordenó -.
            La enfermera obedeció. Se sentó en la silla que había al lado de la cama reflexionando sobre todo aquello que estaba viviendo. Bolígrafo en mano, abrió aquella libreta que a juzgar por su aspecto no resultaba difícil imaginar el viaje que había sufrido junto a su dueña. Era quizás, el único objeto de valor que la mujer de ébano traería de sus lejanas tierras. Mientras, Bintou respiraba intensamente e intentaba sosegarse, después de volcar puro sentimiento.
            Martina pasó con cuidado las páginas, se veían fotografías raídas, dibujos y un montón de parágrafos escritos en lengua mandinka y en inglés. También había unos datos personales, como la dirección del pueblo donde seguramente habría vivido y criado a sus hijos. Por un momento se quedó completamente abstraída contemplando aquel cuaderno que lo era todo para aquella mujer. De repente, se sonrojó al invadirle un sentimiento de vergüenza en verse usurpando algo tan íntimo y personal que al fin y al cabo no dejaba de ser lo que ella siempre había considerado, como el típico diario.
            Bintou haciendo alarde de su fuerte carácter la sacó de su ensimismamiento y la sacudió con un grito, con el cual, demandaba su atención. Obediente, Martina se recolocó en la silla con postura de escribiente. Fue entonces cuando la subsahariana prosiguió con su relato.
            - Primero… quiero pedir perdón al clan, a mi familia y especialmente a mis cinco hijos que espero y deseo se encuentren bien. Nunca hice nada que pudiera ofender con mi conducta ya que siempre obré pensando en hacer lo correcto. Los que me conocéis bien, sabéis que digo la verdad.
            Bintou ahogó un lamento y volvió a adoptar una postura orgullosa, quizás la que te da tener la conciencia tranquila, y siguió con su relato:
            - De pequeña escuchaba orgullosa a mi abuelo, que era un Griot.
            La enfermera intentaba no preguntar pero aquella palabra no le resultaba en absoluto familiar y le pidió que le explicara su significado.
            - Es el guardián de la historia de una aldea y un miembro muy respetado en el clan. Mi abuelo fue uno de ellos, podían hablar horas y hasta días trayendo a la memoria una historia transmitida de griot a griot.
            Una vez que Martina supo el significado de aquel extraño vocablo siguió escribiendo todo aquello que Bintou le iba relatando con duro esfuerzo.
            - Aunque fui la mayor de mis hermanos, ellos, al ser varones tenían más derechos que yo en cuanto a educación, aunque siempre viví con la esperanza de que un día yo también podría aprender a leer y escribir como ellos. Me tocaron los trabajos del campo y de la casa, como cualquier mujer, pero por la tarde lograba ir un rato a la escuela junto con otras niñas que conseguíamos tener listas las tareas cotidianas, que no eran pocas. Así que mi mayor ilusión era tenerlo todo listo para poder ir al colegio. Por aquel entonces, soñaba con que un día sería médico, para poder sanar a tantas personas que enfermaban y que jamás llegaban a curarse, ya que solo hay un médico para muchísimos enfermos.
            Pero llegó el día en que me hice mujer.
            Mi madre siempre nos decía: "La mujer que tiene hijos no abandona su casa”.  
            Al observar que Martina no comprendía esa expresión,  le aclaró;  
            - Mi madre siempre quiso nuestro bien y nos explicaba que el mejor futuro al que podía aspirar una mujer era casarse y tener hijos. Era el modo de asegurarse la vejez. Así que me casé muy joven. Mi matrimonio ya estaba arreglado pero tuve suerte, pues me tocó un buen marido con el que tuve cinco hijos. Me pasaba gran parte del día trabajando en el campo, lo que siempre he hecho desde que aprendí a andar,  pero era feliz, siempre llevaba a mis hijos conmigo y por fortuna nunca enfermaron gravemente.
- ¿Por qué te decidiste a dejarlo todo y alejarte de los tuyos? – Se atrevió a preguntar Martina -.
A Bintou se le cayó una lágrima que le corrió por la mejilla hasta depositarse en un pliegue de su cuello.
- Cuando mi marido murió del Mal, la desgracia cayó sobre mí. Perdí mis pertenencias, mi casa y… mis hijos. Todo pasó a la familia de mi marido y tuve que volver con mis padres.   
            - ¡Pero Bintou! ¿Cómo es posible que te quedaras sin nada? -  Exclamó Martina, incrédula por lo que estaba oyendo-.
            - Mis padres eran de condición más humilde que la de mi marido. Mi suegra, que jamás vio con buenos ojos nuestra unión, intentó desde el principio poner inconvenientes cuando se estaba formalizando nuestro matrimonio. No pudo impedir que nos casáramos, pero logró que no se llegara a un acuerdo con la dote que mis padres tenían que pagar a la familia de mi marido. Al no cumplir ese requisito, jamás me lo perdonó. Pocos días después del funeral, mi suegra me dijo que seguía teniendo una deuda con su familia y que para que todo quedara justo, debía casarme con un hermano de mi difunto esposo, a lo cual me negué. Entonces fue cuando me arrebataron todos mis derechos, incluso a mis hijos. Los dos mayores decidieron libremente quedarse con su abuela paterna pero tuve que soportar ver como mis otros tres pequeños lloraban al ver que no compartirían techo conmigo. Despojada de todo lo que hasta ahora había sido mi vida, decidí buscar lo que todos buscamos; sobrevivir. Quedarme sin mis hijos fue algo que no pude soportar.
Martina sintió como un fuego interno le quemaba por dentro. La rabia se apoderó de ella sin remedio. El sufrimiento por el que había pasado aquella mujer postrada en una cama, le podía haber ocurrido a ella si hubiera nacido en el lugar de donde provenía Bintou. Inmediatamente, le invadió un agradecimiento sin límites por no haber tenido que sufrir el desgarro que supone que te arrebaten aquello que ha nacido de ti. Tus hijos.
Consternada, Martina se levantó. Cogió una toalla húmeda y refrescó el rostro y el cuello de aquella mujer, también humedeció sus resecos labios. En ese acto, las dos mujeres hermanadas en un sentimiento del que no se puede describir, se miraron con verdadero afecto. La enfermera cogió la mano de la paciente y esta le respondió con  un sutil gesto de ternura. En esta pausa, Bintou retomó su historia.
- Supe que un grupo de mi clan abandonaba la tierra que les había visto crecer para surcar el mar. Resultado de un arrebato y presa de la impotencia tomé una dura y difícil determinación, marchar con ellos para buscar un futuro, el que no tenía allí. Todo lo que quería era reunir a mis hijos conmigo de nuevo sin que nadie tuviera poder para decidir sobre mi vida y la de mis pequeños. Actué víctima de la desesperación, yo no sabía entonces que mi destino sería también el de mi marido, pasó mucho tiempo hasta que descubrí que yo también estaba infectada.
Martina observó como aquella mujer abría su corazón como lo hace un crisantemo al sentir los primeros rayos del sol de la mañana.
            Bintou tragó saliva, tenía la boca muy seca y los accesos de tos empezaban a ser  más frecuentes e intensos. La fatiga iba mermando la poca salud que le quedaba.
- Cuando llegué aquí sentí un vacío inmenso. Yo estaba acostumbrada a caminar libremente, a desenvolverme por mí misma. Pero aquí, en una tierra desconocida, me aterraba andar sola. Las miradas de la gente me acusaban inquiriéndome el porqué había venido. Nunca me ha había sentido tan examinada, sobre todo por otras mujeres. Yo solo veía que ellas tenían la suerte de llevar consigo a sus hijos y que mis brazos, estaban vacíos.

            El dolor agudo y punzante que padecía cuando respiraba hondo le paralizaba, así que tuvo que descansar de nuevo. Martina le acomodó la almohada y aguardó a su lado respetando este duro trance.
Pero Bintou en pocos minutos se dispuso a seguir con su narración, no había tiempo que perder.
            - Sentí miedo, mucho miedo, porque aunque había mucha gente, para mí las calles estaban vacías, la gente que no me despreciaba con la mirada, ni reparaba en mi presencia. Era como si nunca hubiera llegado. Ya no estaba en mi tierra que en un principio era lo que quería pero tampoco me sentí aliviada al llegar a mi nuevo destino, todo lo contrario. Sentí que no era de ningún sitio, perdí mi identidad. Empecé a dudar si había sido una buena idea huir. Ahora sé que fue un error. Más aún cuando a los pocos meses de encontrarme aquí empecé a sentirme mal. Creí que era por el trastorno de tantas emociones; el viaje, la ausencia de mis hijos, este mundo tan distinto al mío… pero luego empecé a darme cuenta de que mi alma estaba abandonando a mi cuerpo.
            - ¿Cómo llegaste Bintou? – Le preguntó Martina-.
            - No importa. Eso es lo de menos.
            La enfermera percibió en esas palabras que no tenía designio de revelarle de qué modo había llegado a su destino y no le insistió.
            Bintou empezó a toser con contundencia y Martina se puso nerviosa.
            Llamó al médico en contra de la voluntad de la paciente. Esta la dejó en manos del galeno para que realizara las exploraciones necesarias y salió de la habitación.
Ya fuera, se oía como Bintou reclamaba la presencia de la enfermera insistentemente y provocando así un empeoramiento de su estado.
- ¡Martina! – Le llamó una compañera de planta-, Es tu media hora de descanso, anda ve y reposa un poco que no has salido de esta habitación desde hace un buen rato.
 Obedeciendo, se dirigió hacia la sala para tomar un café y un tentempié que aunque se lo comería sin hambre, le reconfortaría. Allí estaban unas compañeras que entre risas una contaba a la otra una anécdota divertida de su hijo.
            Martina entonces pensó en los suyos. De repente, se dio cuenta de la gran fortuna que tenía al tener a su familia con ella, luchando sí, pero juntos. Miraba a su compañera con una sonrisa en los labios pero alejada por completo de aquella conversación. Pensó en sus padres, que siempre los había sentido tan lejos y que ahora no lo consideraba así. Era cierto que estaban a unas horas de coche pero era posible amañar un momento, una excusa, un día para visitarse. Se le derramó una lágrima de los ojos, fue entonces cuando su compañera le comentó:
            - ¡Martina! Me miras, pero no estás conmigo. Lo que os contaba estaba muy lejos de provocar tristeza. ¿Qué te ocurre?
            - ¡Perdón! – Dijo escuetamente y salió corriendo de la sala acondicionada para el descanso del personal-.
            Al subir de nuevo a la tercera planta y acercarse al pasillo, se escuchaban los lamentos que parecían provenir de la habitación de Bintou y el consuelo que una enfermera intentaba procurar a la paciente.
            - ¿Como está la de la 317? - Preguntó Martina al médico que en ese momento salía de la habitación -.
            - Mal, su situación es grave y su muerte inminente e inevitable. La evolución de una enfermedad como el SIDA  conlleva un sinfín de complicaciones impredecibles.- Le dijo el doctor-.
            Era cierto, bien lo sabía Martina. Las enfermedades oportunistas como la neumonía, hacían mella en el deteriorado sistema inmunitario y entonces solo quedaba paliar su dolor y apoyarla en lo que necesitara.           
            - Parece ser que esta pobre mujer te necesita especialmente a ti, así que procúrale cuanto pida. Por lo que he podido comprobar, es muy probable que fallezca antes de lo que esperaba. –Le dijo el médico poniéndole su mano en el hombro de Martina -
            La sanitaria asintió y regresó resuelta a ayudar a la paciente a que su alma no tuviera la angustia que la atormentaba.  
            Bintou se le apareció ante ella frágil y ausente. Pero en cuanto esta vio a la enfermera de nuevo un impulso a la supervivencia le afloró en sus vidriosos ojos para resistir un poco más. Martina, no quiso fatigar a la paciente y cogió de nuevo el Libro de memorias. Bintou le sonrió agradecida.
            La luz del nuevo día iba abriendo paso a la mañana. El amanecer, con sus delicados tonos anaranjados otorgaba un instante místico al ambiente. El horizonte se agrietaba como una brecha en el cielo, como un camino.           
Aquella bella mujer de ébano pidió a Martina que le desabrochara el collar que llevaba puesto y que ningún sanitario había conseguido sacarle de su cuello en todo el tiempo que había estado ingresada.
 Le dijo: - Te entrego mi gri-gri en señal de agradecimiento. Tú tienes toda la vida por delante, lucha por tu familia y por tus hijos. No permitas que nada ni nadie empañe tu felicidad. Sonríe mirando al cielo por cada día que vives.
Martina agarró con fuerza aquel amuleto pues sabía que en él iba el corazón de una mujer que ya no lo necesitaba y que en aquel acto, le regalaba la esperanza y el coraje para luchar por una vida mejor.
            - Sé que harás llegar mi Libro de memorias a mis hijos, ahora puedo partir en paz.
             La piel sudorosa y húmeda de Bintou tomaba un aspecto azulado y eso significaba que requería una atención inmediata. Martina que hizo el gesto de llamar al timbre vio como de nuevo el fuerte carácter de aquella mujer negra se imponía para decirle lo que serían sus últimas palabras.
            - Ya nadie puede hacer nada por mí. Me voy con mis antepasados. Ellos me están esperando. Martina, me has acompañado, apoyado y ayudado en la preparación de mi marcha, gracias.
            Bintou que claramente se encontraba en una fase final se le dibujó la sonrisa más bonita que la enfermera había visto hasta entonces en un momento tan difícil. La enfermera intentó no llorar, pero no pudo contenerse.
            Cuando se vio con fuerzas, como tantas otras veces ya había hecho, informó del fallecimiento de la paciente de la 317.
Bintou se apagó como una estrella en el firmamento, pero otra empezó a brillar con más fuerza. Fue como cuando un atleta le pasa a su compañero el testigo para que siga recorriendo el camino que empezó y que ahora le toca a otro seguir el camino. La fuerza de Bintou pasó con toda su energía a quien la relevó; a Martina, y ésta, recibió el mayor regalo que jamás nadie le había hecho hasta ese momento. Le regaló dignidad, orgullo de ser mujer, fuerza y tenacidad, coraje para enfrentarse a todo. Bintou, se convirtió para Martina en un ejemplo a seguir, en un recuerdo latente en cada brío de alegría, de luz.
           
            Martina se despertó. Inexplicablemente había logrado dormirse. Al abrir los ojos percibió en estado de vigilia que ya era por la tarde. Recobró pausadamente la conciencia y miró la hora en su reloj de la mesita de noche. ¡Se le había hecho tarde!  
- ¡Los niños! –gritó-.
El despertador estaba parado a la hora que ella siempre lo ponía. Se bloqueó, ¿Cómo he parado el despertador? –Pensó-, se frotó los ojos, volvió a mirar en la mesita y entonces… descubrió una carta.

Martina:
Hoy he salido más temprano del trabajo. He subido a la habitación de los niños y Al verte durmiendo toda encogida he creído que necesitabas descansar, por eso he apagado el despertador. Yo iré a por los niños. Te veo en un rato.
Te amo. Carlos.
Una sonrisa  iluminó su rostro cálido y sonrosado, resultado de un sueño reparador. Volvió a tumbarse en la cama de sus hijos aliviada. Aspiró profundamente las sábanas y se quedó allí unos minutos.
            Después de organizar un poco las habitaciones y los quehaceres propios de una casa, se paró como siempre en el descansillo de las escaleras. Al punto de bajar, miró a través de la ventana. Miró las montañas y allí, sintió como los ojos de la mujer de ébano la contemplaban sonrientes y plácidos.
            Pasaron unos meses del fallecimiento Bintou y Martina rememoraba a menudo la extraordinaria experiencia de haber conocido la historia de una mujer que le cambió por completo el concepto de vida que hasta ese momento regía su existencia.     La enfermera cumplió con la promesa que le hizo. Se encargó de que los hijos de Bintou recibieran el “Libro de Memorias” de su madre. Su última voluntad.
            Pero fue más allá y con el paso del tiempo no dejó de comunicarse con ellos,  de tanto en tanto les escribía velando por su bienestar. Estos a su vez le relataban sus avances en los estudios y proyectos de sus vidas.
            La valiente mujer de Gambia formó parte también de las historias que cada mañana contaba a sus pequeños. Cuentos sobre la vida en África que ella adaptaba amorosamente con historias dulces donde intentaba inculcar valores humanos de solidaridad y tolerancia.
- Son cuentos para crecer - les decía a sus pequeños la enfermera, agarrándose el gri-gri del cuello -.
En el hospital Martina siguió trabajando como siempre. Cada enfermo que atendía encontraba un pedazo de Bintou en ellos. El testigo que recibió Martina albergaba la tenacidad de una mujer que sobrevivió a algo más temeroso que la propia muerte, la resignación.
El alba avisaba cada mañana a Martina del fin de su jornada laboral.
Entonces, frente a la ventana, se detenía a escuchar las conversaciones parlanchinas de los gorriones que cada día entonaban en ese concierto de pura vida.
En medio de esas peroratas, un alma susurraba a Martina un Gracias por ayudar a construir un mundo más justo.

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